A veces un gusto amargo,
un olor malo, una rara
luz, un tono desacorde,
un contacto que desgana,
como realidades fijas
nuestros sentidos alcanzan
y nos parecen que son
la verdad no sospechada…
J. R. J.
Carmen Laforet comienza Nada con esta cita de Juan Ramón Jiménez. Cada vez que regreso al relato de Andrea, la protagonista de la novela, me parece volver también a mis primeras semanas en Barcelona; bien recuerdo cómo las ilusiones de los días previos al viaje se truncaron rápidamente a medida que me adentraba en la rutina de la ciudad. Estaba a punto de empezar del peor modo posible la que sería, sin yo entonces saberlo, la mejor experiencia de mi vida.
Recuerdo con bastante nitidez mi llegada a Barcelona el mediodía del 26 de septiembre de 2009. Aquel día ni la sofocante humedad que sentí nada más poner el pie en tierras mediterráneas frenó los buenos e ilusionantes ánimos con que me disponía a empezar mi aventura.
«(…) El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida (…)»
Tras dejar mi equipaje en la residencia de estudiantes en la Avenida Diagonal, salí a la calle, sin mapa alguno, y me lancé a la ciudad como quien se sube a un tren sin haber pensado antes el destino. Pese a que había estado en Barcelona dos años antes durante apenas cinco días, me fue prácticamente imposible reconocer las calles que entonces estaba recorriendo, y me guié únicamente por la dirección del mar. Recuerdo bien el momento en que llegué de repente a un gran espacio abierto repleto de voces y de tráfico y, sin saber dónde me encontraba, le pregunté al señor que estaba a mi lado en el cruce que ambos nos disponíamos a atravesar:
– Disculpe, ¿me puede decir dónde me encuentro?
– Tot això?
– Sí, esto, ¿cómo se llama?
– Això és la Plaça Catalunya.
«(…) Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación (…)»
Sólo quería ver el mar, y acabé instintivamente sentada en el muelle del Maremagnum; me bastó entonces esa mísera porción de agua en medio de los voceríos y la aglomeración porque estaba -y no me cansaba de repetírmelo- en Barcelona. También con nitidez puedo recordar ahora la agitación interior que aquella tarde sentía mientras la brisa aún canicular me sacudía la cara y el pelo, mientras me recibía Barcelona en medio de un otoño tardío, a unos mil kilómetros de mi hogar. Estaba en Barcelona, estaba en Barcelona, estaba en Barcelona.
«(…) Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza. El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida (…)»
Ese mar que entonces tenía frente a mí, aquel azul y el brillo del aire, «la bellísima luz caída hirviendo en oro» sobre el agua, lo pienso ahora a más de dos mil kilómetros de Barcelona. Me parece, en efecto, verlo cada noche a través de mi ventana cuando corro las cortinas antes de irme a dormir, si bien por la mañana sólo alcanzo a ver un triste descampado y el final del transitado Take Ionescu, uno de los bulevares principales de la ciudad en que ahora me encuentro, Timisoara, Rumanía. Lejos, más que nunca una se sorprende a sí misma muy a solas con sus pensamientos, y es por eso que recuerdo ahora aquellos tres años en Barcelona como si fueran acaso tres días que ya han quedado bien atrás. A Barcelona llegué alguna vez, pero de ella nunca salí porque la que Barcelona devolvió es ya otra distinta a la que entonces se adentraba tímidamente en sus devaneos y encrucijadas.
Pese a todo, no deseo ahora más tiempo en Barcelona, aunque sí por momentos anhelo que allí se hubiera quedado más el tiempo. No me siento especialmente orgullosa de mi país, ni tampoco he sentido nunca ningún tipo de sentimiento patriótico (¿por qué complacerse de aquello de lo que sólo el azar o la geografía disponen?, que diría mi padre), pero extraño en ocasiones el Atlántico, el Mediterráneo, las noches infinitas, como los cielos de Timisoara, en las calles oscuras y perdidas del Raval. Extraño Barcelona, pero siempre acabo por pensar que en todas partes, en todos los países, en todos los colores y en todas las lenguas, somos siempre lo mismo (y no es sólo la ceniza lo que a todos nos iguala). Aun así, miramos a los otros con la misma desconfianza con la que debiéramos mirarnos a nosotros mismos cada mañana en el espejo. Sólo nos asustamos cuando son otras las manos manchadas porque a nuestra suciedad llevamos ya mucho tiempo acostumbrados y nos enfrentamos a ella con grave familiaridad. La lucha en todas partes acaba por ser siempre la misma: el hombre contra el hombre por el hombre.
«(…) El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí.»
Vista desde mi balcón, calle Ferlandina, El Raval, verano de 2012.