Pájaros que se quedan

The birds

‘The Birds’, A. Hitchcock (1963)

– – –

Morir no duele mucho:
nos duele más la vida.
Pero el morir es cosa diferente,
tras la puerta escondida:

la costumbre del sur, cuando los pájaros
antes que el hielo venga,
van a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros que se quedan:

los temblorosos junto al umbral campesino,
que la migaja buscan,

brindada avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas.

(Emily Dickinson)


Barcelona

A veces un gusto amargo,
un olor malo, una rara
luz, un tono desacorde,
un contacto que desgana,
como realidades fijas
nuestros sentidos alcanzan
y nos parecen que son
la verdad no sospechada…

J. R. J.

Carmen Laforet comienza Nada con esta cita de Juan Ramón Jiménez. Cada vez que regreso al relato de Andrea, la protagonista de la novela, me parece volver también a mis primeras semanas en Barcelona; bien recuerdo cómo las ilusiones de los días previos al viaje se truncaron rápidamente a medida que me adentraba en la rutina de la ciudad. Estaba a punto de empezar del peor modo posible la que sería, sin yo entonces saberlo, la mejor experiencia de mi vida.

Recuerdo con bastante nitidez mi llegada a Barcelona el mediodía del 26 de septiembre de 2009. Aquel día ni la sofocante humedad que sentí nada más poner el pie en tierras mediterráneas frenó los buenos e ilusionantes ánimos con que me disponía a empezar mi aventura.

«(…) El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida (…)»

Tras dejar mi equipaje en la residencia de estudiantes en la Avenida Diagonal, salí a la calle, sin mapa alguno, y me lancé a la ciudad como quien se sube a un tren sin haber pensado antes el destino. Pese a que había estado en Barcelona dos años antes durante apenas cinco días, me fue prácticamente imposible reconocer las calles que entonces estaba recorriendo, y me guié únicamente por la dirección del mar. Recuerdo bien el momento en que llegué de repente a un gran espacio abierto repleto de voces y de tráfico y, sin saber dónde me encontraba, le pregunté al señor que estaba a mi lado en el cruce que ambos nos disponíamos a atravesar:

– Disculpe, ¿me puede decir dónde me encuentro?
– Tot això?
– Sí, esto, ¿cómo se llama?
– Això és la Plaça Catalunya.

«(…) Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación (…)»

Sólo quería ver el mar, y acabé instintivamente sentada en el muelle del Maremagnum; me bastó entonces esa mísera porción de agua en medio de los voceríos y la aglomeración porque estaba -y no me cansaba de repetírmelo- en Barcelona. También con nitidez puedo recordar ahora la agitación interior que aquella tarde sentía mientras la brisa aún canicular me sacudía la cara y el pelo, mientras me recibía Barcelona en medio de un otoño tardío, a unos mil kilómetros de mi hogar. Estaba en Barcelona, estaba en Barcelona, estaba en Barcelona.

«(…) Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza. El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida (…)»

Ese mar que entonces tenía frente a mí, aquel azul y el brillo del aire, «la bellísima luz caída hirviendo en oro» sobre el agua, lo pienso ahora a más de dos mil kilómetros de Barcelona. Me parece, en efecto, verlo cada noche a través de mi ventana cuando corro las cortinas antes de irme a dormir, si bien por la mañana sólo alcanzo a ver un triste descampado y el final del transitado Take Ionescu, uno de los bulevares principales de la ciudad en que ahora me encuentro, Timisoara, Rumanía. Lejos, más que nunca una se sorprende a sí misma muy a solas con sus pensamientos, y es por eso que recuerdo ahora aquellos tres años en Barcelona como si fueran acaso tres días que ya han quedado bien atrás. A Barcelona llegué alguna vez, pero de ella nunca salí porque la que Barcelona devolvió es ya otra distinta a la que entonces se adentraba tímidamente en sus devaneos y encrucijadas.

Pese a todo, no deseo ahora más tiempo en Barcelona, aunque sí por momentos anhelo que allí se hubiera quedado más el tiempo. No me siento especialmente orgullosa de mi país, ni tampoco he sentido nunca ningún tipo de sentimiento patriótico (¿por qué complacerse de aquello de lo que sólo el azar o la geografía disponen?, que diría mi padre), pero extraño en ocasiones el Atlántico, el Mediterráneo, las noches infinitas, como los cielos de Timisoara, en las calles oscuras y perdidas del Raval. Extraño Barcelona, pero siempre acabo por pensar que en todas partes, en todos los países, en todos los colores y en todas las lenguas, somos siempre lo mismo (y no es sólo la ceniza lo que a todos nos iguala). Aun así, miramos a los otros con la misma desconfianza con la que debiéramos mirarnos a nosotros mismos cada mañana en el espejo. Sólo nos asustamos cuando son otras las manos manchadas porque a nuestra suciedad llevamos ya mucho tiempo acostumbrados y nos enfrentamos a ella con grave familiaridad. La lucha en todas partes acaba por ser siempre la misma: el hombre contra el hombre por el hombre.

«(…) El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí.»

Vista desde mi balcón, calle Ferlandina, El Raval, verano de 2012.


Carretera

18

POCAS cosas son capaces de conmoverme tanto como una carretera, el largo etcétera en medio de la noche con las luces de paso que centellean. Cuando se acaba el día, hay silencio en las carreteras nocturnas, por las que los coches marchan y desaparecen entre la negrura que envuelve las afueras de la gran ciudad.

Pocas cosas, repito, son capaces de causarme tanto reposo como una carretera, en la que nadie se queda y en la que todo transita, como sucede en la vida. Nada hay más vivo que el frío desamparo de una inerte carretera, por la que todas las cosas pasan para no permanecer y en donde todas las personas gozan del eterno anonimato. Nadie es importante en medio de una carretera: en ella únicamente hay que transitar, y eso iguala a toda la humanidad.

Pocas cosas son capaces de enternecerme tanto como una carretera, que me vuelve sensible al frío, a lo inerte, al silencio, a la soledad. Soy más nadie que nunca en medio de la carretera, y ya no hay dificultades porque sencillamente la vida no es siquiera algo tan importante. Qué será de mí en medio de la desidia de una carretera cualquiera que, abandonándome a la vida, me empuja también enfurecidamente a la nada.

¿Dónde está el final de una desahuciada carretera?

Pocas cosas son capaces de alterarme tanto como una carretera, como si la tranquilidad que aparentemente produce en mí fuera solamente el disfraz de un fuerte ajetreo interior, y en qué momento, me pregunto, comencé a existir. ¿A dónde vas?, parece preguntarme siempre la carretera y yo, como siempre, sin respuestas, sé que únicamente debo dejarme llevar: sólo sigo tu camino, le digo, a falta de tener uno propio.

Pocas cosas, insisto, son capaces de seducirme tanto como una carretera, ¿hay acaso algo más sensual que la oscuridad vestida de destellos en medio del silencio infinito? Me abandono a la carretera como en algún momento me abandoné a la vida o a ti, pero con la ventaja de que la carretera es eterna, no pasa, se queda; tampoco me exige permanecer.

Pocas cosas son capaces de evocarte tanto como una carretera: la miro en su amplitud infinita, no alcanzo a ver su horizonte, diviso los puentes, los coches, la noche, los astros encima, la nada y, por último, recuerdo aquel momento en el que te tuve y en el que, como una carretera, tu cuerpo únicamente me invitaba a transitar: yo por ti sólo pasaba y si nunca me llegué a quedar fue porque, como en medio de la carretera, alguna fuerza inexplicable me empujaba a la vida de la misma manera en que la vida, tiempo atrás, me había empujado en algún momento a ti.

(Barcelona, otoño de 2009)

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Como no soy capaz de entenderme en el presente, miro hacia atrás y leo lo que hace años escribí, y a ver si así, en todo eso que fui, puedo verme un poco ahora. Pero nunca llego a reencontrarme conmigo, sino que siempre acabo por encontrarme con otra.

De noche, esta calle parecía siempre carretera.

Calle Ferlandina, El Raval, primavera de 2012.


Lo nuestro es pasar

I

«Fatalmente, te mudas

sin dejar de ser tú,

en tu propia mudanza,

con la fidelidad

constante del cambiar»

Pedro Salinas, “Miedo”,

La voz a ti debida

No recuerdo con exactitud las sensaciones de aquellos días, pero si ahora al evocarlos tuviera que ponerles una imagen los resumiría muy probablemente en una sola: los almendros florecidos bajo la luz primaveral del Eixample barcelonés. Aquéllos, sin embargo, eran los días grises y ya frescos de un mes de octubre, creo recordar, menos lluvioso de lo habitual. Santiago de Compostela me volvía a parecer la misma ciudad tediosa y plomiza de cada año; todo me resultaba tan rutinario, tan uniforme, tan latoso, que ver a una sola persona de cuantas había en la ciudad suponía para mí haberlas visto a todas. Era el año 2008. Tampoco recuerdo qué fue lo primero que pensé al verla a ella, aunque no olvidaré nunca la impresión que me generó aquel primer contacto: su cabello largo y rubio platino, su chaquetón negro, sus zapatillas y su manera de andar me parecieron todas ellas características de alguien que cuidaba más bien poco su aspecto. Tiempo después sabría que el desarraigo, si poseyese una naturaleza inequívocamente empírica, tendría sin duda alguna su misma apariencia. Sería también tiempo después cuando alguien diría de ella lo que justo yo pensé en el momento en que por vez primera nos encontramos a finales de aquel año y que, sin embargo, entonces no había sido capaz de expresar: «Ella es como un elefante en una cacharrería». Aquellos tiempos me parecen ahora lejanos, pero luminosos y coloridos –incluso felices–, al igual que la flor del almendro al sol de la pasada primavera de Barcelona, ciudad en la que me encuentro en el momento en que escribo estas líneas.

(…)

‘Si Susana’ (El Raval, Barcelona, noviembre de 2011 – abril de 2012)

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Los tiempos ya vividos poseen el mismo cántico que las sirenas en la Odisea de Homero: una mira hacia atrás y debe hacer un gran esfuerzo para no dejarse arrastrar por su hechizo. Incluso las tribulaciones pasadas son invocadas con nostalgia por quien a ellas vuelve. Debiéramos siempre regresar al pasado como si acaso lo estuviéramos visitando en un tren del que nunca nos llegamos a apear. El pasado, como el amor, es un gran lazo, una trampa que nos aísla; el pasado es como el rayo galopando en desafío, abre sendas, cubre valles, revuelve el agua del río.

El pasado es también un engaño porque quien a él regresa ya no es el mismo de entonces; con frecuencia no entendemos lo que nos ocurre cuando las cosas nos están ocurriendo. Nunca sabemos exactamente qué es lo que resta de todo lo que hemos sido o todo lo que hemos hecho; el pasado es un laberinto de espejos en el cual nunca llegamos a ser capaces de reconocernos con nitidez y, sin embargo, jamás llegamos a desprendernos de él del todo, pues cada momento presente nos vuelve a conducir por la senda de lo ya vivido. La vida se vuelve así una especie de encrucijada: nos es imposible vivir y convivir sin el pasado pero, a la vez: «quien quiera seguir su rastro se perderá en el camino».

Calle Take Ionescu, Timisoara, Rumanía.

Finales de verano de 2012.


La ciudad

La lánguida nostalgia de un amor que nunca hubo es quizás la más bella metáfora de aquello en lo que el pasado acaba convirtiéndose para el soñador que melancólicamente lo evoca en soledad. A él, al ahora abatido soñador que todo lo fue y que ya nada es, le parece haber vivido en aquel tiempo remoto graves asuntos que, si bien lo fueron todo otrora, hoy restan poco más que despojos: nunca hubo en realidad tal cosa y lo atrapa al soñador la melancolía de aquello que pudo y finalmente no fue. La vida no es más que un proyecto inacabado en que todos los sueños, los amores y odios mueren atrapados por las implacables garras del abandono. El abandono: ese olvido alimentado en la podredumbre de un tiempo lejano que convierte nuestros propósitos, nuestro existir, en algo que solamente fue a medias. Somos, no estamos, somos solamente en y por soledad. Somos solos, vivimos solos; también morimos solos. Libre será quien ante la muerte sienta pena, no miedo. Libre, quien no necesite más que del hecho de estar vivo (con sus pensamientos, con su soledad) para sentirse vivo. Basta poco para ello: apenas el leve rumor del aleteo de los pájaros que llegan en bandada a la ciudad (y sentirse una, con el murmullo, pájaro), apenas el ir y venir de las olas del mar en la orilla y pensar: como la ola, a lo largo de la vida únicamente oscilamos de un lado hacia otro sin poseer nunca un descanso certero, una parada conclusa. Somos la consecuencia de una suma considerable de momentos, de estados contradictorios, ambiguos, inconexos a veces. Somos esa ola que llega a la orilla y se va y que ya echa de menos ese extremo del que se está yendo sin todavía haberse ido del todo. ¿Quién posee certezas en esta vida sin límites? ¿Cómo creer en las promesas? No existe pasado, sólo el presente del pasado; no existe futuro, sólo el presente del futuro: y esta actualización ya para siempre los muda. Somos este momento y el resultado de lo que hemos sido alguna vez. Esa bandada de pájaros que llega por primavera a la ciudad se irá meses después; volverá entonces, con el otoño, el rumor de su aleteo, volverá la belleza aunque hayamos de verla en el abandono. ¿No hay acaso belleza en la tristeza? Ya sé qué quiero ser de mayor: tejado. Y ver cada noche la luna colgar del firmamento, ver los aviones que por allí pasan, esas bandadas de pájaros que acaso llegan o acaso marchan (¿quién posee dirección? ¿Quién sabe por dónde camina?). Contemplar la ciudad entera bajo mi cuerpo, admirar las noches sobre mí, el ocaso otoñal sobre mí, las gráciles hojas amarillentas oscilando como las olas de un lado hacia otro, sin suelo firme bajo ellas, las luces, los destellos de vida allá abajo, y yo encima, rodeada de más tejados y de antenas, viendo pasar las estaciones, los días, los crepúsculos ensangrantados del cielo que cubren de melancolía la ciudad.

Esa ciudad la inventé yo misma.

¿Me creeríais ahora si os dijera que fue en ella donde me perdí?

En las afueras de Barcelona, a finales de agosto de 2012.

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(Texto escrito en el barrio barcelonés del Raval en marzo de 2012)